El apóstol Pablo declara que toda la Escritura está divinamente
inspirada y es útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir
en justicia (2 Tim. 3: 16 ) . Estos varios usos de los sagrados registros
pueden distinguirse como doctrinales y prácticos. El instructor cristiano apela
a ellos como a expresiones autorizadas de la verdad divina y desarrolla sus
lecciones como declaraciones teóricas y prácticas de lo que su divino Autor
quiere que los hombres crean. Nuestro 51 Artículo de Religión ( 6" de la
Anglicana) dice: "Las Santas Escrituras contienen todas las cosas
necesarias a la salvación; de manera que lo que en ella no se lea ni pueda por
ella probarse, no debe exigirse a nadie creerlo como artículo de fe o
considerarlo como requisito para la salvación". Además, la Palabra
inspirada sirve a un propósito práctico de imponderable importancia,
suministrando convicción y censura (elegchon o elegmon) para
el pecador inconverso; corrección (epanosdosin) para el caído
y extraviada e instrucción o educación disciplinaria (paideian> para
todos los que quieran ser santificados por la verdad (comp. Juan 17:17) y
perfeccionados en caminos de justicia.
La iglesia Papal, como es notorio, niega el derecho de ejercer nuestro
criterio en la interpretación de las Escrituras y condena el ejercicio de ese
derecho como fuente de toda herejía y cisma. El artículo III del Credo del papa
Pío IV, que es una de las expresiones más caracterizadas de la fe papista, dice
lo siguiente: "Recibo las Sagradas Escrituras, de acuerdo con aquel
sentido que nuestra santa madre Iglesia ha sostenido y sostiene, a la cual
pertenece el juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras;
ni tampoco los tomaré o interpretaré de otra manera que en armonía con el
consenso unánime de los padres". De manera, pues, que el papista halla en
la Iglesia y en la tradición una autoridad superior a la de las Escri- turas
divinamente inspiradas. Pero cuando descubrimos que "los padres de la
Iglesia" se hallan en abierto desacuerdo entre sí en la interpretación de
importantes pasajes; que ha habido papas que se han contradicho unos a otros en
materias de fe y doctrina, condenando y anulando actos de sus antecesores; y
que hasta grandes concilios, como el de Nicea (325 ), el de Laodicea (360 ), el
de Constantinopla (754) y el de Trento (1545) han promulgado decretos
enteramente inconsecuentes entre sí, no tenemos dificultad alguna en rechazar
por completo las pretensiones papistas y declararlas absurdas y descabelladas.
El protestante, por su parte, mantiene el derecho del libre examen, de
ejercer el uso de su razón y su criterio en el estudio de las Escrituras; pero
está siempre pronto a reconocer la
falibilidad de todos los hombres, sin exceptuar ni aun a los papas.
Observa que hay pasajes bíblicos difíciles de explicar y que ningún
papa, -a pesar de todas sus pretensiones de infalibilidad
y demás-, ha podido aclarar jamás. Está convencido, además, de que,
existen muchos pasajes bíblicos acerca de la interpretación de los cuales hay
hombres buenos y sabios que difieren y algunos de los cuales quizá nadie sea
capaz de interpretar. En conjunto, la mayor parte del Antiguo y del Nuevo
Testamento, es tan clara en su significado general que no da lugar a
controversias; y las partes que son obscuras no contienen verdades
fundamentales o doctrinas que no aparezcan en forma más clara en otras partes.
Por lo tanto, los protestantes sostienen que es no sólo un derecho, sino un
deber de todos los cristianos el escudriñar las Escrituras, de modo que. pueda,
cada uno por sí mismo, conocer la voluntad. y los mandatos de Dios.
Pero, en tanto que las Escrituras contienen toda la revelación esencial
de la verdad divina, "de manera que lo que en ella no se lea o pueda por
ella demostrarse, no ha de exigirse que nadie lo crea como artículo de
fe", es de fundamental importancia que toda declaración formal de doctrina
bíblica, así como la exposición, análisis y defensa de la misma, sea todo hecho
de acuerdo con principios correctos de hermenéutica. Es de esperar que quien
exponga sistemáticamente una doctrina, presente en bosquejos claros y términos
bien definidos enseñanzas bien garantizadas por la Palabra de Dios. No ha de
"importar" al texto de la Escritura las ideas de la época ni
construir sobre palabras o pasajes un dogma que éstos no representen
legítimamente. Los métodos de interpretación apologéticos y dogmáticos, que
proceden del punto de vista de un credo formulado y apelan a todas las palabras
y sentimientos esparcidos aquí y acullá, en las Escrituras, que puedan, por
cualquier posibilidad, prestar apoyo a conclusiones determinadas de antemano,
ya los hemos condenado en las primeras páginas de esta obra. Valiéndose de
tales métodos se han impuesto ideas falsas como materia de fe. Pero nadie tiene
derecho de introducir subrepticiamente, en la interpretación de las Escrituras,
sus propias ideas dogmáticas o las de otros, y luego insistir en que éstas son
una parte esencial de la revelación divina. Únicamente lo que se lee con
claridad en el Libro, o pueda legítimamente de- mostrarse por él, es correcto
sostener como doctrina bíblica.
Sin embargo, es menester hacer clara distinción entre la teología
bíblica y el desarrollo histórico y sistemático de la doctrina cristiana.
Muchas verdades fundamentales se presentan en la Biblia en forma fragmentaria o
por implicación; pero en la vida y pensamiento subsecuentes de la Iglesia han
sido extraídas mediante estudios y por las declaraciones formuladas por
individuos o por concilios eclesiásticos. Todos los grandes credos y
confesiones de la Cristiandad dicen hallarse en armonía con la palabra escrita
de Dios y es evidente que tienen gran valor histórico; pero algunos contienen
no pocas declaraciones de doctrina que una interpretación legítima de los
textos en que las apoyan, no autoriza. Un principio fundamental del
Protestantismo es que las Escrituras constituyen la única fuente de doctrina
cristiana. Un credo no tiene autoridad alguna excepto en lo que tenga legítimo
apoyo en lo que Dios ha hablado por los inspirados escritores de su Libro. Toda
doctrina cristiana está contenida, en esencia, en las Escrituras canónicas,
pero el estudio esmerado y la exposición de las Escrituras en épocas
subsiguientes puede presumirse haber colocado algunas en una luz más clara; y
los juicios emitidos por concilios respetables tienen derecho a ser escuchados
y examinados con gran respeto y deferencia.
La mayor parte de las grandes controversias sobre doctrina cristiana han
surgido de los conatos de definir lo que en las Escrituras se ha dejado sin
definir. Los misterios de la naturaleza de Dios; la persona y obra de.
Jesucristo; el sacrificio expiatorio, en sus relaciones con la justicia divina;
la naturaleza depravada del hombre y las relativas posibilidades del alma
humana, con, y
sin la luz del Evangelio; el método de la regeneración y los grados de
posible adquisición de la experiencia cristiana; la resurrección de los muertos
y el modo de ser de la inmortalidad y del juicio eterno, -estos y
otros asuntos semejantes son de tal naturaleza que invitan a
la meditación-, así como a teorizaciones vanas, -y es muy
natural que todo lo que en las Escrituras toque a esos puntos haya sido puesto
a contribución en el servicio de los estudios de tales cosas. Sobre temas tan
misteriosos, es. fácil al hombre hacerse "sabio por encima de lo que está
escrito", de modo que en el desarrollo histórico de la vida, pensamientos
y actividades de la Iglesia llegaron a ser comúnmente aceptados como doctrina
cristiana esencial algunas cosas que, en realidad, carecen de suficiente
autoridad bíblica.
De manera que, siendo las Escrituras la única fuente de doctrina
revelada, y habiendo sido dadas con el objeto de hacer conocer al hombre la
divina verdad salvadora, es de suprema importancia que, mediante métodos sanos
de hermenéutica, la estudiemos a fin de aprender de ellas toda la verdad y nada
más que la verdad. Ilustraremos mejor nuestras palabras tomando varias doctrinas
importantes de la fe cristiana y mostrando los métodos defectuosos e
insostenibles con que a veces las han defendido sus adeptos.
En cualquier sistema de religión nada es más fundamental que la doctrina
acerca de Dios. Es muy posible que el criterio universal de los hombres acepte
como doctrina positiva de las Escrituras lo que ningún texto a pasaje de ellas,
tomado aisladamente, sería suficiente para autorizar. La doctrina universal de
la Trinidad tiene mucha de este carácter. Un estudio reposado y desapasionado
de siglos de controversia sobre este importante dogma demostrará, por una
parte, que los abogados de la fe universal han hecho un empleo anticientífico y
nada concluyente de muchos textos bíblicos, mientras que, por otra parte, sus
opositores han sido igualmente injustos al rechazar las conclusiones lógicas y
legítimas de argumentos acumulativos que descansan sobre la evidencia de muchas
declaraciones bíblicas, acerca de las cuales ellos no podían suministrar
explicaciones suficientes o satisfactorias. Puede anularse, o desecharse el
argumento deducido de cada texto aislado, solitario; pero un gran número y
variedad de tales evidencias, tomadas en conjunto y exhibiendo manifiesta
consecuencia pueden no ser desechables.
Así, por ej., el nombre plural de Dios (Elohim) en las
Escrituras Hebreas, ha sido mencionado frecuentemente como prueba de una
pluralidad de personas en la Deidad. Análoga aplicación se ha hecho del triple
uso del nombre divino en la bendición sacerdotal (Núm., 6:24-27) y
del trisagio de Isaías 6:3. Aun el proverbio "El cordón de tres dobleces
no presto se rompe" (Ecles. 4:12), ha sido citado como texto de prueba en
favor de la Trinidad. Esa manera de usar las Escrituras no es probable que haga
prosperar los intereses de la verdad o que sea provechosa para doctrina. El
repetir tres o más veces el nombre divino, no es evidencia de que el adorador
quiere, en tal forma, referirse a otras tantas distinciones personales en la
naturaleza divina. La forma plural "Elohim" puede,
puesto el caso, designar una multiplicidad de potencialidades divinas en la
Deidad, tanto como tres distinciones personales; o puede, también explicarse
como un plural de majestad y excelencia. Tales formas especiales de expresión
son susceptibles de demasiadas explicaciones para que pueda empleárselas como
textos válidos en prueba de la doctrina de la Trinidad.
Pasando al N. T. no puede menos que impresionarnos el lenguaje usado en
Juan 1:18: "A Dios, nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en el
seno del Padre, le declaró" (x) . Esta declaración notable nos hace
preguntar: ¿Quién es este Dios unigénito que está en el seno del Pa- dre y que
lo revela, o hace conocer? En el primer versículo del mismo capítulo se le
llama el Verbo (o la Palabra,en griego: o logos) y
se dice de él que ha estado "con el Dios" (pros ton
theon) y se añade la declaración "era Dios". Se le
atribuye la creación (v. 3) y se le declara ser la vida y la luz de los hombres
(v. 4.) . En el v. 14 se añade que este Verbo, o Palabra "fue hecho carne
y moró con nosotros y contemplamos su gloria, -gloria como de un
unigénito de un Padre lleno de gracia y de verdad". Es muy posible que
escritores polemistas quieran sacar mucho de estas palabras maravillosas. El
significado de estar con el Dios y, también, el de ser
Dios era cosa que bien podemos considerar como misterio demasiado
profundo para ser resuelto por la mente humana. La Palabra que se hizo carne,
según Juan 1:14, puede, correctamente, entenderse que sea idéntica con aquel en
quien, según Pablo (1 Tim. 3:16), se encarna "el misterio de la piedad; el
que fue manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, visto por ángeles,
predicado entre las naciones, creído en el mundo, recibido en gloria" (x).
No puede ser otro que Jesucristo, el Hijo de Dios e Hijo del hombre. Cuando,
pues, observamos que se comisionó a los apóstoles a ir y "hacer discípulos
de todas las naciones bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo" (Mat. 28:19) ; que Pablo invoca "la gracia del Señor
Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo" sobre los
hermanos de Corinto (2 Cor. 13:3) y que Juan invoca gracia y paz sobre las
siete iglesias del Asia, "de Aquél que es y que era y que ha de venir y de
los siete espíritus que están delante de su trono, y de Jesucristo, el testigo
fiel, el primogénito de los muertos y príncipe de los reyes de la tierra"
(Apocal. 14-5), con justo motivo podemos sacar en consecuencia que
Dios, tal cual se le revela en el N. T., consiste de Padre, Hijo y Espíritu
existiendo en alguna misteriosa e incomprensible unidad de naturaleza. De
semejante base puede partir el exegeta para ir a examinar todos los textos que,
en alguna forma, indiquen la persona, naturaleza y carácter de Cristo: su
preexistencia, sus nombres y títulos divinos, sus santos atributos y
perfecciones, su poder para perdonar pecados y otras prerrogativas y obras que
se le atribuyen, así como la orden de que todos los hombres y ángeles le
adoren. El hecho de que "Dios es Espíritu" (Juan 4:24) nos permite
fácilmente concebir que el Espíritu Santo y Dios mismo son uno en sustancia; y
la manera como nuestro Señor habla del Espíritu Santo como el Consolador que él
enviará (Juan 15:26; 16:7) y a quien el Padre enviará en nombre suyo (14:26),
nos obliga a ver, ---mediante toda
construcción correcta-, una distinción entre el Padre y el Espíritu
Santo. Juntando todas estas cosas hallamos tantas declaraciones de tan grandes
alcances y tan profundamente sugestivas acerca de estas personas divinas
que -no podemos, lógicamente, eludir la conclusión enunciada en el
Credo, de que "el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es
Dios; y que, sin embargo, no hay tres dioses sino sólo uno".
Pero en la elaboración sistemática de este argumento, el teólogo debe
abstenerse cuidadosamente de hacer afirmaciones desautorizadas. Un tema tan
lleno de misterio y de majestad como la naturaleza de Dios y sus revelaciones
personales en Cristo y por medio del Espíritu Santo no admite tonos dogmáticos.
Ningún hombre debe atreverse a explicar los misterios de la Deidad.
La doctrina de la expiación obrada por Cristo está presentada en los
Cánones del Sínodo de Dort, en estas palabras: "La muerte del Hijo de Dios
es el único y perfectísimo sacrificio y satisfacción por el pecado; es de
infinito valor y mérito, abundantemente suficiente para expiar los pecados del
mundo entero". La Confesión de Fe de Westminster se expresa así al
respecto: "El Señor Jesús, por la perfecta obediencia y sacrificio de sí
mismo, que él, por medio del Espíritu eterno, ofreció una vez a Dios, ha
satisfecho plenamente la justicia del Padre y adquirido no sólo reconciliación
sino una perdurable herencia en el reino de los cielos para todos aquellos que
el Padre le ha dado". Es probable que a muchos cristianos evangélicos no
satisfaga ninguna de estas dos formas de declaración, aunque no por eso las
rechazarían como antibíblicas. Contienen varias frases. que se han mezclado
tanto en controversias dogmática que, muchos, por
ese motivo, se negarían a emplearlas, prefiriendo la declaración
sencilla pero abarcadora del Evangelio: "De tal manera amó Dios al mundo
que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquél que en él cree, no se
pierda mas tenga vida eterna" (Juan 3:16). Esta Escritura no dice que él
Hijo fue dado como "un sacrificio y satisfacción por el .pecado", o
que el procedimiento fue "una perfecta obediencia y sacrificio de sí
mismo", a fin de "satisfacer plenamente la justicia del Padre" y
"adquirir reconciliación para todos aquellos que el Padre le ha
dado". Pero, como bien observa Alford: "Estas palabras, ora se
expresen en hebreo, ora en griego, parecen tener referencia al ofrecimiento de
Isaac; y, en tal caso, recordarían inmediatamente a Nicodemo el amor que en
ellas se implica, la substitución que se hizo y la profecía allí pronunciada a
Abraham (Gén. 22:18) a la que `todo el que cree, corresponde tan de
cerca".
Cuando procedemos a comparar con esta Escritura sus paralelos evidentes
(tales como Rom. 3: 24-26; 5: 6-10; Efes. 1:7; 1 Pedro 1:18-19; 3:18;
1 Juan 4:9) y a traer, en ilustración de los mismos la idea de A. T. acerca de
los sacrificios y el simbolismo de sangre, es posible que construyamos una
exhibición sistemática de la doctrina de la expiación que ningún fiel
intérprete de las Escrituras pueda, en justicia, contradecir o resistir. No es
una exposición dogmática específica, de texto alguno ni una presión especial
hecha sobre palabras o frases aisladas, me- diante las cuales se presente mejor
una doctrina bíblica; sino que más bien, por la acumulación de cierto número y
variedad de pasajes que tratan sobre el particular, se hace evidente el
significado y aplicación de cada uno.
La tremenda doctrina del castigo eterno se ha llenado de confusiones al
mezclarla con muchas ideas destituidas de prueba bíblica válida. Los
refinamientos de tortura pintados en los espantosos cuadros del Dante no deben
tomarse como guía que nos ayude a entender las palabras de Jesús, aunque se nos
diga que el Gehenna "donde su gusano no muere y el fuego nunca se
apaga" (Marc. 9: 48) y "las tinieblas exteriores, donde habrá llanto
y crujir de dientes" (Mat. 25:30) autorizan tan horrorosas
representaciones dé la muerte final de los impíos. No es menester interpretar
literalmente las terribles representaciones bíblicas del juicio y penalidad
divinos, para encarecer la perdición sin posible esperanza, del pecador
incorregible; y el exegeta que, en sus discusiones, asume la posición de que
debe mantenerse el significado literal de tales textos, al hacer eso debilita
su propio argumento.
Repudiamos la idea, frecuentemente sostenida por algunos, de que no
podamos hacer uso de porciones figuradas de las Escrituras con objeto de
establecer o sostener una doctrina. Las figuras de lenguaje, parábolas,
alegorías, tipos y símbolos, son formas divinamente escogidas, mediante las
cuales Dios ha comunicado a los hombres una gran parte de su palabra escrita; y
esos métodos especiales de comunicar el pensamiento pueden enseñar doctrina lo
mismo que cualquiera otra cosa. Ha tenido el Señor por conveniente el presentar
su verdad en múltiples formas y toca a nosotros reconocer esa verdad, ora
aparezca en ella en metáfora, en símbolo o en parábola. ¿Que no hay doctrina
enseñada en metáforas tales como el Salmo 51:7, "Purifícame con
hisopo", o 1 Cor. 5:7, "Cristo, nuestra Pascua fue sacrificado"?
¿Sería posible presentar la doctrina de una nueva creación en Cristo (2 Cor.
5:17; Gál. 6:15) y la renovación por el Espíritu Santo (Tito 3:5 ) de una
manera más clara o con mayor fuerza que por la figura del nuevo nacimiento
(regeneración) que usó el Señor Jesús (Juan 3: 3-8) ? ¿No enseña
doctrina la alegoría de la vid y los sarmientos (Juan 15:1-6)? ¿No se
enseñó doctrina con la elevación de la serpiente en el Desierto, o en el
simbolismo de la sangre, o en el dechado y servicio del tabernáculo? Y en
cuanto a la enseñanza por parábolas podemos muy bien decir con Trench:
"Para crear una impresión poderosa, se hace necesario tomar el
lenguaje, re-acuñarlo y emitirlo de nuevo, fundido en nuevos moldes
como lo hiciera Aquél de quien se dijo que sin parábola (parabolé, en
su más amplio sentido) no habló a sus oyentes; es decir, que no les dio
doctrina en forma abstrac- ta, no les presentó bosquejos o desnudos esqueletos
de verdad, sino, como quien dice, revestidos de carne y sangre. Obró él mismo,
como dijo a sus discípulos que debían obrar si querían ser escribas instruidos
en el reino y aptos para instruir a otros (Mat. 13:52 ), sacó de su tesoro
cosas viejas y cosas nuevas; por medio de las viejas hizo inteligibles las
nuevas; por medio de lo familiar introdujo lo extraño; de lo conocido pasó, más
fácilmente, a lo desconocido. Y en su propia manera de enseñar, así como en su
instrucción a sus apóstoles, nos ha comunicado el secreto de toda enseñanza
eficaz, -de todo discurso que haya de dejar tras
de sí-, como se dijo de las palabras de un orador elocuente,
"aguijones en la memoria de sus oyentes".
Pero cuando venimos al estudio de las doctrinas de
"escatología" bíblica, cuán poco hallamos que no se encuentre en
figuras o símbolos. Quizá la notable confusión de la enseñanza moderna acerca
de la "parousia", la resurrección y el juicio, se deba grandemente al
hecho de que existe la idea de que estas doctrinas deben, necesariamente, haber
sido reveladas en forma literal. La doctrina del juicio divino, con sus
resultados eternos, no es menos positiva y segura porque esté presentada en el
elaboradísimo y vívido cuadro de Mat. 25:31-46, o en la visión de
Apoc. 20:11-12, "El tribunal de Cristo" ("Asiento de
juicio de Cristo", Ro r . 14:10; 2 Cor. 5:10) es una expresión metafórica
basada en las formas comunes de dispensarse justicia en los tribunales humanos
(comp. Mat. 27:19; Act. 12:21; 18:12, 16; 25:6, 10, 17) y el intérprete que
insista en que debemos entender el juicio eterno de Cristo como ejecutado
según las formas de los tribunales humanos no hará más que ocasionar
perjuicios a la causa de la verdad.
También la doctrina de la resurrección ha sido envuelta en dudas y
confusiones por las tentativas de la "ultra-sapiencia" de
decirnos cómo y con qué cuerpos han de resucitar los muertos!
Que el cuerpo ha de resucitar es enseñanza claramente bíblica. El cuerpo del
Señor resucitó y su resurrección es tipo, representación y promesa de que todos
resucitaremos (1 Cor. 15:1-22) . Muchos santos que habían muerto
resucitaron con Cristo y está claramente escrito que sus cuerpos (Somata) se
levantaron (Mat. 27:52). La doctrina de Pablo claramente enseña que "el
que levantó a Cristo Jesús de los muertos, vivificará también vuestros cuerpos
mortales" (Rom. 8:11; comp. Filip. 3:21) . El no se ocupa del
asunto, -en el que tanto tiempo han malgastado
algunos teólogos-, de en qué consiste la identidad del cuerpo y de si
no se mezclará el polvo de diversos cuerpos y de si se restaurarán todas las
partículas de cada cuerpo. Pero sí emplea sugerentes ilustraciones y por la
figura del grano dé trigo enseña que el cuerpo que se siembra no es el
"cuerpo que ha de salir" (1 Con-15:37). Llama la atención a
las variedades de carnes (sarz) como la de los hombres, la de las bestias, aves
y peces, y a la gran diferencia que hay entre los cuerpos celestiales y los
terrenales y luego dice que el cuerpo humano se siembra en corrupción,
vergüenza y flaqueza, pero se resucita en incorrupción, gloria y potencia
(vs.39-45). "Se siembra cuerpo natural (f chicón ), resucitará
espiritual cuerpo". Las tentativas dogmáticas de ir más allá de donde
llegó el apóstol, en la explicación o ilustración de este misterio no han
honrado los intereses de la causa divina.
Vemos, pues, que en la presentación sistemática de cualquiera doctrina
escrituraria debe hacerse siempre un uso muy inteligente de sanos principios
hermenéuticos.
No hemos de estudiar tales cosas a la luz de modernos sistemas de
teología, sino que, más bien, debemos tratar de colocarnos en la posición de
los escritores sagrados y esforzarnos por obtener la impresión que sus palabras
debieron causar en las mentes de sus primeros lectores. La cuestión tiene que
ser, no qué dice la Iglesia, ni qué dicen los antiguos padres y los grandes
concilios y los credos ecuménicos, sino qué es lo que las Escrituras,
legítimamente estudiadas, enseñan. Aún menos debemos permitir ser afectados por
ninguna presunción acerca de lo que la
Biblia debe enseñar. No es cosa rara en escritores y
predicadores el comenzar una discusión con la observación de que en una
revelación escrita, como es la Biblia, naturalmente debe esperarse encontrar tales
y cuales cosas. Semejantes presunciones son inoportunas y. perjudiciales. La
presunción de que el primer capítulo del Génesis describe toda una cosmogonía y
que el libro del Apocalipsis detalle toda la historia de la humanidad o de la
Iglesia hasta el fin de los tiempos, ha dado como fruto una gran cantidad de
exégesis falsa.
El maestro de doctrina cristiana no
debe citar sus textos probatorios ad libitum o al acaso, como
si cualquiera palabra o sentimiento en armonía con su propósito, con tal que
esté en la Biblia, hubiese de ser, necesariamente, adecuada. El carácter de
todo el libro o epístola, así como el contexto, objeto y plan, es, a menudo,
obligatorio tomar en consideración, antes de poder apreciar debidamente, las
tendencias de un texto dado. Sólo es teológicamente sana aquella doctrina que
descansa sobre una interpretación histórico-gramatical de la
Escritura y aunque toda Escritura divinamente inspirada es provechosa para
doctrinar y disciplinar en justicia, su inspiración no nos exige, ni nos
permite, interpretarla sobre ningunos otros principios que los que son
aplicables a escritos no inspirados. El intérprete está siempre obligado a
considerar de qué manera se hallaba el asunto en la mente del autor y a señalar
las ideas y sentimientos exactos que se propuso dar a entender. No le incumbe
demostrar cuántos significados es posible que puedan admitir las palabras ni
aun la manera como los primeros lectores las entendieron. El significado
verdadero que el autor quiso darles, -esto y sólo esto-, es
lo que debe presentar.
Cada porción distinta de la Escritura, sea ésta del Antiguo Testamento o
del Nuevo, debe interpretarse en armonía con su carácter peculiar, considerando
debidamente la posición histórica ocupada por el escritor. No es posible formarse
un concepto correcto del A. Testamento sin considerar siempre su relación para
con Israel, a quien originalmente le fue confiado (Rom. 3:12)
. Y mientras que es cierto que "la letra del Antiguo Testamento
debe ser puesta a prueba por el espíritu del Nuevo", es igualmente cierto
que para entender el espíritu y significado del Nuevo, frecuentemente
dependemos tanto de la letra como del espíritu del Antiguo. Puede ser que
ninguna doctrina importante del Antiguo Testamento se halle sin confirmación en
las Escrituras cristianas, pero también debe recordarse que toda doctrina
importante del Nuevo Testamento puede hallarse en germen en el Antiguo y que
los escritores del Nuevo Testamento fueron todos, sin excepción, judíos o
prosélitos de los judíos y que usaban las Escrituras judías como los oráculos
de Dios.
Se obtiene una vista correcta de todo este asunto cuando se considera al
pueblo hebreo como escogido divinamente en la antigüedad para mantener y
enseñar los principios de la religión verdadera. No les tocó desarrollar
ciencias, filosofía y arte. Otras razas se preocuparon más de estas cosas. No
fue sino hasta que el misterio de Dios, encerrado en el culto judío como la
rosa lo está en el botón, floreció transformado en el Evangelio y fue
comunicado al mundo gentil, cuando comenzó a desarrollarse un sistema teológico
sistemático. Durante largo tiempo esos pueblos habían estado tratando, por
medio de la razón y de la naturaleza, de resolver los misteriosos problemas del
universo; y cuando se les presentó la revelación del Evangelio fue ansiosamente
acogida por muchos como una clave de los intrincados y embarazosos secretos de
Dios y del mundo creado por El. Pero habiendo fallado en entender la letra y el
espíritu de los registros hebreos de la fe, les hizo fallar también en la
comprensión de algunas doctrinas del Evangelio, de modo que, desde la edad
apostólica hasta el día de hoy, ha habido un conflicto de tendencias gnósticas
y ebionitas en el pensamiento cristiano. Es únicamente cuando, -a la
luz de métodos científicamente correctos-, nos colocamos en aptitud
de distinguir entre lo verdadero y lo falso en cada una de estas tendencias,
cuando nos es dado percibir que las revelaciones de
ambos Testamentos son, esencialmente, una e inseparables. Por consiguiente,
no puede ser hermenéutica completa y perfecta de las doctrinas del Nuevo
Testamento la que carezca de una clara percepción de la letra y del espíritu
del Viejo.
En el uso práctico y homilético de las
Escrituras, también debemos buscar, primeramente, el verdadero
sentido histórico-gramático. La vida de la piedad se nutre mediante
las lecciones edificantes, consoladoras y llenas de certidumbre, de las
Escrituras divinas. Sirven, también, como ya hemos visto, para censurar y
corregir. Pero en este uso de la Biblia, uso más subjetivo y práctico, las
palabras y pensamientos pueden admitir una aplicación general más amplia que en
lo estricto de la exégesis. Preceptos y consejos cuya primera y única
aplicación directa fue para generaciones pasadas pueden sernos igualmente
útiles a nosotros. Todo un capítulo, tal como el decimosexto de la Epístola a
los Romanos, lleno de salutaciones personales para hombres y mujeres piadosos,
hoy enteramente desconocidos, pueden suministrarnos las más preciosas su-
gestiones acerca del amor fraternal y santo compañerismo cristiano. Las
experiencias personales de Abraham, Moisés, David, Daniel y Pablo, exhiben
luces y sombras de las que toda alma creyente puede sacar provechosa
admonición, a la vez que dulces consuelos. El sentimiento piadoso puede hallar
en tales caracteres y experiencias lecciones de permanente valor, aun en casos
en que una exégesis sana deba negar el carácter típico de la persona o
acontecimiento. En fin, todo gran acontecimiento, todo personaje o carácter notable,
bueno o malo, todo relato de paciente sufrimiento, todo triunfo de la virtud,
todo ejemplo de fe o de bien obrar, puede servir, en una forma o en otra, para
instruir en justicia.
En todo nuestro estudio privado del Libro de Dios, con el fin de edificación
personal, recordemos que la cosa primera e importante que debemos hacer es
procurar posesionarnos del espíritu del escritor sagrado. No puede haber
aplicación correcta ni apropiación provechosa a nuestras propias almas de una
lección bíblica mientras no nos demos clara cuenta de su significado y
referencia original. Edificar una lección moral sobre una interpretación
errónea del lenguaje de la Palabra de Dios es un proceder condenable. Quien más
claramente distinga el exacto sentido histórico-gramatical de un
pasaje será quien en mejor aptitud se halle para darle cualquier aplicación
legítima permitida por su lenguaje y contexto.
Por consiguiente, en el discurso homilético el predicador está obligado
a fundar sus aplicaciones de las verdades y lecciones de la Palabra Divina
sobre una comprensión correcta del significado de las palabras que pretende
explicar y encarecer. Mal interpretar al escritor sagrado equivale a
desacreditar cualquier aplicación que de sus palabras se hiciere. Pero cuando
el predicador comienza por demostrar, mediante una sabia interpretación, que
tiene una percepción perfecta de lo que está escrito, entonces sus varios
acomodos permisibles de las palabras del escritor inspirado les dará mayor
fuerza en cualesquiera aplicaciones correctas que les dé.
REVISADO POR EL MAESTRO CARLOS HERNÁNDEZ CRUZ 10-ABRIL-2018
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